En esta ocasión aparecen algunos de los otros personajes de la panda. No los recuerdo a todos, la verdad. Recuerdo acciones concretas pero los mezclo entre diferentes partidas. Así que puede que no sea del todo fiel a los sucesos de aquella sesión. Pero bueno, la historia mola, ¿fale?
Barcelona, año 2012
Las luces de la noche barcelonesa le saludaron desde su privilegiada
perspectiva en una de las últimas plantas del hotel Arts como un bullicioso
hormiguero que se agitaba sin orden ni concierto, hirviendo de vitalidad ante
la perspectiva de una noche neonata.
Aspiró los vapores del tinto que tenía en la mano, y dio un pequeño
trago de su copa paladeando su sabor áspero.
—Todavía me sorprende su habilidad para degustar la comida del ganado
—dijo el emisario del Príncipe, un personaje de rostro marmóreo y vestido de
blanco, que dedicaba su vida y los restos de su alma a servir a su señor más
allá de la vida y de la muerte.
Gabhran esbozó una mueca y se planteó por un momento si merecía la pena
contestar al burócrata. Podía decirle que degustar una buena comida o un buen
vino era comparable a admirar la obra de un pintor o escuchar un concierto, en
ambos casos era arte. La capacidad de los humanos por transferir a la física y a
la química de los sentidos el poder de emocionar, de convulsionar el espíritu.
Pero hablar de emociones con el hombre del príncipe era como hablar de los
ángeles a un ateo o sembrar en el desierto.
—Confío en que eso no vulnere ninguna norma —respondió con más acritud
de la que su instinto de supervivencia consideraba oportuna.
—Solo las del buen gusto —dijo el personaje.
—Me sorprende —confesó Gabhran con sinceridad—, no sabía que supiera
hacer chistes.
—¿Chistes? —repitió el emisario alzando ligeramente las cejas.
—Es igual, olvídelo —suspiró. Gabhran dejó sobre la mesa la copa de
vino y se sentó enfrente del emisario—. ¿Y qué es lo que desea Su Majestad en
esta ocasión?
En la ciudad había vástagos más viejos, más ricos y mucho más poderosos
que él, y todos ellos, siguiendo las normas de la Mascarada, habían jurado
lealtad al príncipe de Barcelona. Pero por algún motivo que desconocía pero
comenzaba a sospechar, él siempre acababa recurriendo a Gabhran McDormant.
—Su Majestad no está muy contento con el resultado de su último encargo
—comentó el emisario. Gabhran sonrió, un edificio de cinco plantas había
estallado en llamas y los periódicos se hacían eco de un tiroteo entre
deportivos en medio de la Diagonal. No se habían andado con delicadezas.
—Cogimos a los malos, ¿no? —respondió con fingida inocencia—. Y nada de
lo que hicimos se vincula con la fauna preternatural, así que la Mascarada
sigue a salvo. Como siempre.
—De todas formas —dijo el emisario que parecía compartir su punto de
vista—, Su Majestad agradece discreción para su próximo encargo y algo más de…
sutileza. —El emisario dejó caer una carpeta con papeles encima de la mesa.
Gabhran enarcó una ceja y abrió el expediente. La fotografía de una muchacha de
ojos verdes y bonita sonrisa llamó su atención.
—No me diga que tenemos que eliminarla —murmuró.
Se cuidó mucho de que su voz no transparentara el desasosiego que
sentía. Sabía que los años, los siglos, habían pasado y que las cosas habían
cambiado muchísimo desde los días de su niñez. Pero aun así, los ecos de su
vida humana se agitaban cada vez que su objetivo era una mujer.
—No —negó el emisario—. Más bien al contrario. Su Majestad considera
que, dado su pasado, usted es la persona adecuada para hacer este tipo de
trabajo. Y se refiere a usted, y no a los tipos que suelen acompañarle. —Gabhran
esbozó una mueca pero no dijo nada. Los tipos, como los había llamado el
emisario, era una panda de indeseables poco vinculados a sus respectivos clanes
que, por diversos motivos, habían acabado bajo su protección. Bueno, en realidad,
era como si un puñado de garrapatas se hubiera agarrado a él y fuera imposible
deshacerse de ellas. Y lo peor era que había empezado a sentir algo de cariño
hacia sus molestos parásitos—. Isabella Coelho, veinticuatro años, cantante de
ópera.
—¿Cantante de ópera? —se extrañó Gabhran.
—Su Majestad creyó que le parecería interesante —corroboró—. Se trata
de una mujer mortal, que no sabe nada de nuestra comunidad y así debe seguir siendo.
Su habilidad para camuflarse con el ganado será muy beneficiosa en esta
ocasión. Fuentes ajenas a nuestra comunidad parecen indicar que hay… fuerzas,
moviéndose tras la muchacha. Es imperativo que durante su estancia en
Barcelona, la señorita Coelho no sufra daño alguno y se mantenga alejada de…
dichas fuerzas.
—Imperativo —repitió masticando la palabra no sin cierta inquina—. Y
supongo que en ninguna parte de esa carpeta aparecerá qué son esas… «fuerzas».
—El emisario mostró sus incisivos al sonreír y a Gabhran se le retorcieron las
entrañas al ver esa mueca—. Supongo que no puedo decir: «no, gracias» —suspiró.
—Sabe que si quiere seguir gozando de su posición en esta ciudad, eso
no es aconsejable.
—Lo sé —«Lo que no sé es si me interesa seguir “gozando” de mi posición
en esta ciudad»—. Era
solo una pregunta retórica. Hacer de niñera de una chica guapa… supongo que
podría ser peor.
—Siempre puede ser peor.
—¿Sabe? Tiene un gran sentido del humor. Deberían contratarle como
animador en fiestas.
—No entiendo a qué se refiere —replicó el emisario sin variar un ápice
su expresión. Se levantó de su asiento dejando la carpeta encima de la mesa—.
Ahí tiene toda la información necesaria. Su horario previsto de llegada y de
partida, su agenda, la reserva de su hotel… Todo lo que necesita para que la
señorita Coelho pueda cumplir con sus obligaciones así como información sobre
su personal. Su Majestad confía en que pueda cumplir con su cometido con
discreción y eficiencia.
—Dígale a Su Majestad que iré a verle dentro de cuatro noches, tras
finalizar mi cometido. Espero que tenga un hueco en su agenda para mí —dijo Gabhran,
ya iba siendo hora de que el príncipe saldara parte de la cuenta que había
contraído. Buena voluntad… mucha, pero tampoco era el perro de nadie.
Gabhran ojeó el contenido de la carpeta hasta que el emisario abandonó
la habitación. Sus ojos volvían una y otra vez a la fotografía de la muchacha.
No era bonita o, al menos, no tenía el estilo de belleza que hacía que los
hombres derramaran sangre por ella. Pero tenía una sonrisa dulce y una mirada
hipnótica que traspasaba el papel. Pero en toda la información que le habían
brindado no había nada que pareciera indicar que la joven era algo más de lo
que aparentaba ser.
—¿Qué opinas? —preguntó en voz alta.
Las cortinas cobraron vida y una forma se materializó donde antes no
había nada. Gabhran no se extrañó al ver aparecer la familiar silueta árabe de
su extraño compañero de piso.
—No me gustan los enemigos que se esconden tras máscaras —dijo, con su marcado
acento extranjero—. No has debido aceptar.
—No he tenido opción, ¿recuerdas? —recordó Gabhran.
Elijah no dijo nada, se limitó a coger la foto de la chica y, tras
observarla con cuidado, se la arrojó de nuevo.
—No es para ti —dijo, sin dar opción a réplica.
—No me gusta mezclar negocios y placer, pero gracias por el consejo de
todas formas. Si necesito ayuda con las mujeres, te buscaré, no lo dudes.
El asesino asamita le ponía los pelos de punta. Todavía no tenía muy
claro cómo había acabado viviendo bajo su techo. Al principio, intereses
comunes les había puesto en la misma dirección, pero ahora, sencillamente
seguía allí. Y cada vez que pensaba en ello menos le gustaba. No era que le
hubiera dado motivos para desconfiar de él, al contrario, no sería la primera
vez que Elijah le salvara la vida, pero la sospecha de que en realidad había
algo más se hacía más fuerte a medida que pasaba el tiempo.
—¿Cuento contigo? —le preguntó Gabhran.
—Por ahora.
***
El sonido de la sala recreativa le recibió nada más salir al pasillo.
No necesitó usar sus sentidos ampliados para saber lo que estaba sucediendo en
aquella habitación. El olor a tabaco le golpeó la cara como una bofetada nada
más abrir la puerta. Gabhran frunció el entrecejo al ver el suelo lleno de palomitas
y restos de pizza. Si los juntaran, probablemente la pizza estaría entera, pero
las gotas de sangre que desaparecían tras el armario indicaban que
probablemente el repartidor no tenía la misma suerte.
—Hola, Gabhran —dijo Rick sin dejar un solo momento de aporrear el
mando de la consola.
Ricardo había sido transformado en los ochenta, adicto al porno y a las
novelas de series B, había vivido en el sótano de su madre toda su vida. Ahora,
era un genio informático y como buen nosferatu, vivía en los sótanos de la
ciudad, alejado de todo lo que significaba estar vivo. Pero la vida casi
monacal de su clan no era para él. La inmortalidad apenas le había cambiado y
el ático de Gabhran era mucho más confortable que su nido en las cloacas. Lo
curioso era que, a pesar de lo ruidoso, feo y maloliente que era ese invitado,
tenía talentos que habían resultado muy útiles. Rick era un genio de la
informática en un mundo que lo virtual tenía casi tanto peso como lo real.
—Hola, príncipe —dijo Guy sin tampoco mirarle, mientras saltaba sobre
el sofá y sacudiendo su melena al compás de los golpeteos casi rítmicos de la
máquina que maltrataba.
—Te hemos dejado comida —dijo Rick señalando el armario sin dirigir una
mirada.
—No, no lo hemos hecho —se rio Guy—. ¡Tenía hambre! —se defendió—. Y la
pizza fría no vale nada.
Gabhran ya sabía lo que iba a encontrar cuando abrió la puerta y el
repartidor, poco más que un adolescente de origen sudamericano, salió rodando
de él. Casi por rutina, se arrodilló a su lado para comprobar que,
efectivamente, estaba muerto. Rechinó los dientes e intentó calmarse antes de
empezar la enésima discusión.
—¿Qué os he dicho sobre traer la comida a casa? —gruñó.
—Tú te traes a tus putas —observó Guy—. Y no las compartes.
—Mis putas regresan sobre sus dos pies y con la cartera llena, ninguna
protesta y todas vuelven si las llamo de nuevo —recordó—. Cosa que no se puede
decir del repartidor. Llamáis por teléfono, dais la dirección… ¿Es necesario
que le dibujéis un mapa a la policía para encontrar al asesino? ¡Solo hace
falta que dejéis mi tarjeta en el cadáver!
—Tranqui, niño lindo —intentó tranquilizarle el ravnos—. Aquí mi colega
lo ha arreglado todo.
—Sí, Gabhran —asintió el obeso adolescente—. Hemos hecho el pedido por
internet y hemos puesto otra habitación. Guy lo ha interceptado en el ascensor
y luego nos desharemos del cuerpo. No te preocupes.
—Recordadme por qué estáis todavía aquí —masculló Gabhran intentando
mantener el control.
—Porque eres rico —dijo Guy.
—Por la fibra óptica —dijo Rick.
—Por el servicio de habitaciones, los coches molones y porque pagas las
cuentas —continuó Guy.
—Y por la playstation, el Double Sorround, la pantalla gigante con
fullHD…
—El canal de porno…
—El canal de porno —corroboró Rick.
—Gracias, ahora está todo mucho más claro —gruñó Gabhran—. Ahora solo
necesito averiguar por qué os aguanto yo.
—Porque nos quieres, tío —dijo Guy rodeándole con un brazo—. Somos como
una jodida familia de esas que salen en el Disney Channel. Tú eres el chico
guapo y popular, Rick es el friki, el estirado de Sergei es el empollón
repelente, y el amigo silencioso es el tipo misterioso de pasado oscuro que
trae a las nenas de calle.
—¿Y tú? —preguntó— ¿La estrella de rock venida a menos que duerme la
mona en el coche y se pinta las uñas del negro mientras protesta ante cada
canción que suena en la emisora?
—No —dijo Guy mientras asentía con la cabeza—. Yo soy el líder, el que
lleva la voz cantante. El carisma personificado.
A su pesar, Gabhran no pudo contener una carcajada.
—Igual, igual que en el Disney Channel —rio—. ¿Desde cuándo ves tú el
Disney Channel?
—Bromeas, ¿no? ¿Acaso no has visto lo buena que está la Hanna Montana
esa?
—Estás enfermo —dijo Gabhran al darse cuenta de que hablaba
completamente en serio—. Deshaceros de esto —dijo dando una patada al cadáver
del suelo—, Su Majestad nos ha dado trabajo. ¿Sergei ha salido? —preguntó al
ver que no había rastro del tremere.
—Hoy no le he visto —dijo Rick encogiéndose de hombros—. Pero pasó el
día aquí. Se debió marchar a primera hora. ¿Quieres que le llame?
—No, no… él tiene su clan. Sabe cómo encontrarnos —dijo, pero no pudo
menos que preocuparse. Si el clan le había requerido podía estar en problemas. Sergei
había dicho que guardaría su secreto pero… ¿valía más la palabra de un amigo
que la fidelidad al clan?
El Tremere original era un mago que, buscando la inmortalidad, se había
condenado a sí mismo y a los suyos. La taumaturgia era poderosa, sí, de eso no
cabía ninguna duda, pero no era más que una pálida sombra ante el poder de la
verdadera magia. El mago había ganado la inmortalidad pero había renunciado a
aquello que lo había hecho poderoso en su momento.
—¿Y qué quiere su Altísima Excelentísima y Odorosísima Majestad en esta
ocasión? —preguntó Guy—. Sea lo que sea… ¡Me pido el Hammer!
—No, esta vez cogeremos la limusina —dijo Gabhran con una sonrisa—.
Iremos a la ópera.